Este 15 de noviembre no salí a marchar como «comunicador», salí a marchar como un ciudadano harto. Mi nombre es Alberto Rivas, tengo 30 años y, junto a dos amigos, me uní a los miles que ya no aceptamos el discurso de que «todo está bien».
Salimos porque estamos hartos. Porque ya no se puede. Hartos de la delincuencia, de la incertidumbre en salud, de la burla de los empleos mal pagados y de un gobierno que protege a los suyos mientras nos pide que aguantemos.
Lo que quiero narrar no es un análisis político. Es lo que vi, lo que sentí y lo que olí. Nadie me lo contó.
Desde el Ángel, la marcha era una mezcla de rabia y esperanza. Éramos un mosaico: familias, jóvenes, personas mayores. La arenga era unánime y, sí, era contra el gobierno. Era obvio que nadie ahí era afín al poder.
Pero la esperanza se topó con un muro en la entrada al Zócalo. Literalmente.
Primero, los accesos restringidos. Después, el descaro: vimos, con toda claridad, cómo empezaron a llegar grupos de choque. No se necesita ser comunicador para notarlo; su organización era ajena a nosotros, su violencia era funcional. Llegaron a reventar la marcha.
Comenzaron a golpear las barreras de metal. De pronto, para aumentar la confusión, escuchamos cuetones desde dentro del cerco policial. Era una intimidación obvia.
La sospecha se volvió un grito ahogado entre la gente: «¡Son pagados!», «¡Nos quieren sacar!». Vi cómo las familias y los más vulnerables, con razón, comenzaban a retroceder. El miedo empezaba a hacer su trabajo.
A pesar de todo, miles entramos. Y entonces, la estrategia cambió.
Ya no eran solo los infiltrados. La represión se volvió oficial. La policía empezó a lanzar humo de extintores y, de pronto, el aire se rasgó con un olor químico. Era gas lacrimógeno.
La sensación es indescriptible. El ardor en los ojos, la garganta cerrándose. El pánico. Mis amigos y yo corrimos, junto a cientos de personas cuyo único crimen era portar una pancarta.
Fue una bofetada de incredulidad. Vi cómo el gobierno, nuestro gobierno, nos estaba gaseando por manifestarnos pacíficamente, mientras los grupos de choque seguían su desorden, casi protegidos.
En medio del caos, con los ojos llorosos y tratando de recuperar el aliento en una calle lateral, sacamos los teléfonos. Y ahí, la segunda bofetada, la mediática.
Estábamos parados ahí, oliendo a químico, mientras leíamos la historia de ficción que ya se estaba publicando. Los titulares eran casi una burla:
- Milenio: La nota principal, la que tenía más visibilidad, ya se centraba en las consecuencias y no en la causa: «Marcha Generación Z: 60 policías heridos…»
- El Heraldo: Optó por la voz oficial, borrando a los manifestantes: «Presidenta Sheinbaum condena cualquier tipo de violencia».
- La Jornada: Como era de esperarse, desestimaba la protesta: «Poca afluencia en marcha; fue impulsada por la derecha».
- El Financiero: Se enfocaba en el caos logístico, no en el humano: «Alertan por disturbios y cierres viales en el Centro».
- Radio Fórmula: En los cortes informativos, el tono era el mismo: se hablaba de «vándalos» y «enfrentamientos».
«Nos están borrando», dijo uno de mis amigos. Y tenía razón. Lo que acabábamos de vivir —la infiltración, los cuetones desde el cerco, el gas sobre familias— no existía en esa narrativa.
No hizo falta un gran análisis. El sentir que compartimos todos los que nos reagrupamos fue unánime: todo esto fue una estrategia calculada.
El mensaje del gobierno, ejecutado por los infiltrados, reforzado por el gas y legitimado por esos titulares, fue brutal y claro: «Atrévanse a volver».
No era solo disolver la marcha; era meter miedo. Era asegurarse, con violencia física y mediática, de que a nadie le queden ganas de volver a alzar la voz.
Pero se equivocan. Nadie me lo contó. Yo lo viví. Y hoy, más que miedo, lo que tengo es coraje.










